martes, septiembre 27, 2005

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Toy chata.... más de mes y medio y mi hijo..... cuándo viene mi papá? PEOR!!!
PLAZO: UNA SEMANA MÁS Y FILO.... HABLAR CON LA VERDAD CON MI HIJO....

SUPREMO..... perdóname, pero pensé que todavía le quedaba algo de corazón....... y qué existiría una luz para llenar el de mi niño....


jueves, septiembre 08, 2005

EL DESCONOCIDO: FINAL


-Hotel Santo Mauro, buenas tardes...

Lucía ríe abiertamente, pero al instante recompone la postura y sabe lo que tiene que hacer. Se excusa y pregunta si tienen una reserva hecha a su nombre, sabiendo que se lo van a confirmar, sabiendo incluso que la habitación está pagada. Definitivamente, su Eros tiene muy buen gusto. Ha estado dejando un rastro, engañando al cazador, que se convertirá gustoso en la presa. Sabe que allí le conducirán las huellas, que allí la piel reclamará su momento.

Al llegar al hotel, Lucía piensa que eso es lo menos parecido a un hotel. Tiene algo de privado, de escondido, de residencia de aristócrata moderado. En recepción le entregan la tarjeta de su habitación, y se da cuenta de que esa noche es más que probable que no vaya a casa. Tal vez su marido lo interprete como la consecuencia de su acalorada discusión, no sería la primera vez que ella duerme fuera, pero hoy la excusa de la amiga no será verdad. Decide olvidarse otra vez por completo de eso y entregarse a esa nueva puerta que se le presenta, prometedora, inquietante, excitante. Lucía introduce la tarjeta y la abre. No hay nadie. Mira por la ventana, mira la habitación, se sienta en la cama, se tumba, mira al techo. Respira, expira, y por fin deja todos los miedos atrás. Se quita los zapatos y va al baño. Bajo el espejo hay una caja blanca, que como una niña observa y mide, la acaricia mientras la lleva a la cama, donde la coloca y tarda en abrirla. Una caja blanca con un lazo de gasa dorada. Y por supuesto, una nota: “Recoge tu cabello, ponte esto, deja entreabierta la puerta y espérame sentada en la cama. Eros.”

“Esto” es un gran antifaz ciego de seda negro, y una prenda de lencería que Lucía no descifra hasta extenderla del todo. Es un mono de encaje y seda, desde el cuello hasta los pies, dejando sólo la cabeza y las manos sin cubrir con su fina transparencia. Un bordado de flores negras nace del monte de venus y se abre en el pecho, ocultando la fila de corchetes que cierran el mono. Lucía se desnuda deprisa, se viste despacio, y bajo el tacto de la lencería se estremece. Permanece sentada al extremo de la cama, y aún bajo el tupido antifaz, cierra los ojos.

Al poco rato siente una presencia en la habitación, un segundo antes de escuchar cómo se cierra la puerta tras unos pasos. Algo que por su sonido parece de cierto peso y metálico es colocado sobre la cómoda. Lucía balbucea una pregunta entre nerviosos suspiros sonrientes, pero un dedo y un siseo sellan sus labios. Oye el chasquido de un mechero, y al instante el aroma del sándalo inunda la habitación. Otro chasquido mecánico, un botón, diría, y las notas de un piano se mezclan con el sándalo.

Lucía siente pegada a ella una respiración y no sabe qué hacer con las manos. Como en todo el juego de pistas que la trajo hasta aquí, cree que también ahora, frente a frente, ha de dejar la iniciativa al otro, a Eros. Sus manos encuentran guía en las de él, que las toman y elevan, atrayendo tras ellas el resto de los brazos, suavemente, hasta poner de pie a Lucía. Luego, desde los hombros esas manos masculinas bajan hasta su cintura, se aferran a ella y hacen que las frentes se toquen, los alientos se mezclen, los labios se encuentren, las lenguas se fundan. En este punto el ansia puede más que el protocolo. El beso es como una liberación y a la vez una cadena que les somete. El roce del encaje y la presión del cuerpo del hombre hace que los pezones de la mujer se ericen. Eros se separa, lentamente le da la vuelta a Lucía y la toma de las caderas, pegándose a ella. Entre los silencios del piano, en las pausas, como parte de la melodía, surge el sonido del roce de la lencería y el pantalón, susurrándose el deseo. Ella se aprieta contra él, las nalgas suben y bajan despacio, delatando al sexo de Eros, que lame como un gato la nuca de Lucía. Ella arquea su espalda y deja escapar el ensayo de un gemido hacia el techo. El hombre conduce y sostiene como en una pareja de danza a la mujer, hasta tenderla sobre la cama. Lucía hace un ademán de quitarse el antifaz, pero una mano firme y suave a la vez se lo impide. Ella sonríe y él le desdibuja la sonrisa con un beso. Al retirarse, los labios de Lucía son casi un círculo, por el que respira un deseo que se está quitando la piel de cordero y reclama su presa.

Eros parece masajear los hombros de Lucía, pero sólo prepara un juego más. Hunde su nariz en el cabello de la mujer, recogido en un moño alto, y aspira su aroma, como queriendo retener su esencia, y al sentirse olida como un animal, las caderas de Lucía se elevan, buscando al macho sin tapujos. Eros desgarra el encaje y la seda desde arriba, desde la nuca, poco a poco, y el sonido de la tela rasgándose está haciendo perder la cabeza a Lucía. Nunca antes un hombre le había hecho sentir así el deseo, regateándoselo, sugiriéndoselo, casi llevándole a suplicarlo. La trinchera en la tela se va abriendo espalda abajo y la lengua recorre la leve oquedad de la columna. Se detiene. A través de la lencería que aún las cubre amasa y palpa las nalgas de la mujer, las mordisquea, no muy fuerte, pero sin tibieza. Casi con violencia acaba de hacer jirones el mono, pasa un brazo por debajo del vientre de Lucía para elevar su pelvis hacia él, y con la otra mano parece querer arrancar la hermosa redondez de su perfecto culo, y como el león que derribó una gacela, se lanza a devorarla, hundiendo su rostro entre las piernas de la mujer, que se ofrece sin remilgos, torciéndose y agarrando el pelo de Eros para apretarle contra ella. La lengua quema entre los labios de su sexo. No hablan, no hay palabras, ni románticas ni procaces, no hacen falta.

Eros se separa, se levanta, coge a Lucía en brazos, liviana como un cachorro, jadeante como un perro, y la coloca de nuevo en la cama, esta vez de rodillas, con el torso erguido. Entre ambos retiran impacientes la seda y las flores de encaje, rotas y húmedas. Por si Lucía quisiera ahora romper el juego, Eros asegura el nudo del antifaz. Pero Lucía hace rato que está entregada en cuerpo y alma a su dueño. Nota que el peso de él desaparece de la cama y vuelve al cabo de un minuto para tomar su barbilla con una mano. Con el índice entreabre su boca, le besa, le marca y se retira, succiona y se retira, mientras la lengua femenina le sigue, pero el mismo índice la retiene fuera. La lengua queda en el aire, buscando, cuando una gota cae sobre ella. Lucía ríe y la saborea. Chocolate negro fundido. Otra gota, muchas más. Una densa cascada empapa sus pechos, su vientre, sus muslos, el anverso de sus rodillas. Como un viajero extraviado en el desierto que hubiese encontrado por fin un oasis, Eros se lanza sobre su cuerpo, devora sus pechos, que se agitan como un flan entre sus labios, bebe de su ombligo, mezcla la sal y el chocolate en los trémulos pétalos de su vagina. De nuevo tiende a la mujer sobre la cama, esta vez frente a frente, y la penetra sin miramientos, sin más rodeos, sin pretensiones de demostrar nada. El deseo acumulado en la carne de Lucía es más fuerte que todo lo demás, y al poco rato, por haber subido tan alto, el orgasmo que ha asomado varias veces la cabeza acaba por estallar, como una presa que al fin se desborda. Durante todo ese tiempo, en ese paréntesis del resto del mundo, la vista maniatada ha permitido que volaran libres el resto de los sentidos. Al final, el oído es el rey. La respiración, como dos fondistas extenuados, el roce de los brazos y las manos al abrazar, el cabello al caer sobre las clavículas de Lucía, al soltárselo, y cuando ya hace rato que el piano acabó, son toda la música que envuelve la escena.

Ahora es el momento de hablar. Pero Eros se adelanta. Se incorpora, y por el sonido de los zapatos o la hebilla del cinturón, se desprende que recoge su ropa, lo que extraña a Lucía, que ya no espera más para despojarse del antifaz. Es hora de contemplar el rostro de ese hombre que le ha hecho sentir como nunca antes. En ese momento el vértigo se apodera de su estómago, el silencio se aferra a su garganta, y le empaña los ojos.







-No, Lucía, no confío en ti. Toma todo esto como mi despedida.

Anochece, cuando su marido sale de la habitación y de su vida, sin dejar que Lucía articule palabra. Y así quedará en la cama, durante horas, sin poder articular palabra.





PERTENECIENTE A MI HERMOSO ALBATRO QUE YA ABRIÓ SUS ALAS PARA ENCONTRAR SU DESTINO Y ESCRIBIR SU TAN ANSIADA NOVELA, QUE SUEÑO CON ALGÚN DÍA TENERLA ENTRE MIS MANOS Y DEVORARLA.... TE ADORO SERGI!!!!!

http://blogs.ya.com/alasdealbatros/

EL DESCONOCIDO III PARTE






Lo que suele ser un paseo se convierte en un mero trayecto, y Lucía llega pronto al café y elige una mesa junto a la puerta, nunca se sabe si luego será conveniente tenerla cerca. Pide el habitual capuccino, y revisa su labio superior con la lengua a cada minuto. No quiere lucir un bigote de espuma la primera vez que se vean. Es una locura, pero ha decidido apostar. Espera. Pide un vaso de agua. Espera. De repente escucha su nombre.

-¿Es usted Lucía?

El camarero. Lucía en medio segundo repasa mentalmente, no entiende, si él es él, ¿por qué la llama de usted?. ¿Un camarero? Tendría sentido entonces que la conociera, eso sí, es un joven en el que se ha fijado alguna vez, uno que esconde cierta insolencia tras la corrección que requiere el lugar. Qué atrevido entonces, intentar seducir a una clienta. Duda un instante si esquivar la situación, pero sigue adelante con el juego.

-Sí, soy Lucía.

El camarero le extiende un sobre. ¿Seguirá con la misma parafernalia aún frente a frente? Pero no, no es él, sólo es un mensajero. Hay cierto alivio al descubrirlo, Lucía ha imaginado un hombre curtido para su Eros, no un efebo descarado.

“¿Te apetece jugar? Una mujer como tú adora un juego como este, y yo adoro a las mujeres como tú, pero no se cruzaban en mi camino. Hasta que apareciste. Acábate tu capuccino tranquilamente, bueno, es un decir, yo también estoy dulcemente nervioso, y luego ven. Parque del Retiro, escalinata del Palacio de Cristal, a las siete. Tienes un taxi en la puerta. Eros.” Lucía sonríe y maldice con cierta ternura a la vez. Pero está segura de que todo tiene un motivo. Tal vez Eros ha preparado un primer encuentro en un lugar tan especial como ese, con una luz mágica en los atardeceres de esa época del año. Tal vez él sepa que el café de moda a cien metros de su oficina supone cierto riesgo, sobre todo para ella. Su marido conoce bien a varios compañeros de trabajo, y sería mejor que no llegara a sus oídos ningún encuentro, ninguno así, desde luego. Que las cosas acaben es cuestión de tiempo, pero tampoco es necesario echarse encima las culpas de la separación, y más aún cuando sabe que no va a ser precisamente amistosa. Este momento, esta nueva ventana inundando el ambiente de aire puro, le pertenece a ella, después de tantas veces en que su marido le ha ignorado cuando ella necesitaba ser escuchada, y agobiado cuando debía dejarle respirar.

-¿Es usted Lucía? –pregunta el taxista girándose, mientras Lucía abre la puerta, un segundo antes de cerciorarse. Menos mal, piensa ella, la misma formalidad, este seguro que no es Eros. Le indica el destino pero el taxista parece saberlo de antemano, y no habla durante la carrera. Su anónimo está demasiado seguro de que ella seguirá sus pasos, si ha hecho esperar un taxi a la puerta de un café, hasta que lo tomara una tal Lucía. Súbitamente cae en la cuenta, si Eros le ha indicado y le ha pagado, el taxista debe conocer su rostro. Podría desvelar una parte del puzzle, pero baja del taxi y decide no romper el hechizo, dejará que siga su curso.

El paseo hasta el estanque del Palacio de Cristal es agradable, tranquilo entre semana, las flores de los castaños de indias se alzan como erectos conos blanquecinos, y el corazón de Lucía se inquieta a cada paso. Al llegar al lugar, pasan cinco minutos de las siete, y sólo se oye el chorro de agua espumando el centro del estanque, y una guitarra que se deja afinar. Hay un músico sentado en las escaleras y Lucía presiente que tampoco está ahí por casualidad. Se miran y el músico comienza a tocar. Ella sonríe sin separar sus labios, es un gesto de emoción, más allá de la simpatía, porque de la cintura de la guitarra surge un tango. Eso es tanto como preguntar si es usted Lucía.

Cuando termina la melancolía, ella se acerca y saluda al músico. Pero el músico no la trata de usted... ni de tú, si no de vos. Por un segundo parecía que... pero no, no es Eros. El compatriota, un barbado bohemio, le da un paquete a Lucía, y ella tampoco le pregunta por el hombre que se lo ha entregado. Comentan algo de Buenos Aires, tan sólo un pretexto para saborear el acento, se despide del músico y Lucía se pierde entre los árboles.

En un banco cerca de la salida del Parque rasga el papel, abre una caja de madera pintada de azul y encuentra un teléfono móvil y una nota. Es el mismo teléfono que ha estado regalándole fantasía desde hace un mes. Lo dice la nota, que lleva también un código de cuatro cifras, una dirección y un número al que llamar. Lucía huele el teléfono como si fuera el cuello de una camisa, lo aprieta, el pulgar recorre la pantalla, acaricia el fetiche, y llama al número indicado.

martes, septiembre 06, 2005

EL CUENTO SIGUE....

Si quedaron con gusto a poco, el cuento de mi Albatro preferido sigue... Al final doy el Link del Albatro que abrió sus alas para volar a su sueño...


II PARTE DEL DESCONOCIDO








II PARTE DEL DESCONOCIDO




Come con algunas compañeras, bromea sobre la actualidad, sobre los malos tiempos que amenazan a la empresa, pero su incitante secreto planea por su mente sin cesar, secuestrando su atención, extraviándola entre el murmullo de sus compañeras, que se diluyen en un rumor lejano. De vuelta al trabajo, vibra el móvil en su blazier. Un nuevo mensaje de ese número que ella ha guardado en su agenda como “Eros”, porque el remitente anónimo siempre firma sus cartas, sus postales, sus mensajes, como tal. Alguna vez Lucía ha contestado a ese número con otro mensaje, y sólo ayer por la tarde se atrevió a llamar, pero encontró la típica locución robotizada, y los nervios le impidieron dejar un buzón de voz. Vibra el móvil y el corazón da un salto. Un nuevo mensaje que Lucía lee casi a escondidas, agazapada tras su ordenador. Los ciento sesenta caracteres le dejan las mejillas rubicundas. Queda un rato para la hora de salir. De repente la jornada parece haberse esfumado en un suspiro. Lucía rescata el sobre de la montaña de presupuestos y lo abre. El texto, en letra cursiva de impresora, esta vez es escueto y directo, pero ninguno de los anteriores consiguió acelerar así su pulso:
“Si quieres dar el paso y vernos, deja una llamada perdida cuando salgas. Sé que lo deseas, tanto como yo. Eros.”


Por un instante pretende para sí misma que le disgusta cierta prepotencia, pero no es verdad, porque ella hace tiempo que le da vueltas a la idea de dar ese paso, de poner un poco de magia en su vida, tan gris de un tiempo a esta parte, de abrir la puerta de la jaula y alzar el vuelo lejos de los barrotes de un matrimonio en declive. Es una locura, y además, ni siquiera sabe el aspecto que tendrá ese anónimo seductor, pero algo le dice que en un hombre capaz de esos detalles, de esas palabras, tan elegantes como húmedas, no pueden desentonar el fondo y la forma. O al menos quiere creerlo.



Ya en la calle, le tiembla la mano, cuando le da a la tecla de llamada. No hay vuelta atrás, ha decidido entrar en el juego. Al cabo de unos minutos recibe otro mensaje. El texto en la pantalla es como una voz desde arriba, sólida, dominante pero cuidadosa. Le dice que se tome un café en el local de la esquina, un lugar de moda, al que ella acude con frecuencia. ¿Será allí donde aparecerá él? ¿Cómo le reconocerá? Es obvio que el anónimo la conoce de algo, sabe donde trabaja, su número, lo cual le asustó al principio, pero poco a poco fue dejando de importarle. Se ha preguntado mil veces si será algún compañero de trabajo, quizá alguno de los jefes, quién sabe si el pez gordo, tal vez alguno de los empleados. Ha evaluado cada gesto de casi todos los hombres de la oficina, casi todos porque ha descartado a los menos atractivos o agraciados. Ha escudriñado en cada movimiento, intentando descubrir en él un guiño de su Eros. Incluso deja llamadas perdidas a su número, cuando hay un buen candidato cerca, por si él rebusca en sus bolsillos un teléfono móvil en ese momento. Pero todo en vano.

viernes, septiembre 02, 2005

El cuento de un albatro especial

ESTE CUENTO LO ENCONTRÉ DEMASIADO GENIAL AL FINAL DOY EL LINK DEL ALBATRO... ESPERO QUE LO DISFRUTEN...








El desconocido.



-¿No confiás en mí?

Con esas palabras Lucía vuelca el silencio en la habitación, después de una encendida discusión. Ha amanecido hace rato. Ya vestida, sale dando un portazo y deja a su marido sentado en la cama.

Han estado ladrando y haciéndose reproches por unos mensajes al móvil de Lucía a altas horas de la noche, mientras su marido se lavaba los dientes. Discutieron al acostarse, dándose la espalda, y han discutido al levantarse, él desde la cama y ella transitando exaltada del baño al dormitorio, del dormitorio al baño, vistiéndose entre gritos y frases lapidarias, entre interrogatorios y evasivas porteñas.


Con esas palabras, “no
confiás en mí”, Lucía deja a su marido sentado en la cama y sale dando un portazo. Lucía, argentina tremenda importada en Madrid por un español entrado en años que la idolatra, es una mujer que provoca vértigo por su belleza, y lo sabe, desde siempre ha notado el deseo de los hombres, y a menudo ha tenido que justificar cada mirada, cada sonrisa, cada guiño correspondido que su marido detectara. Y ya no le apetece dar una explicación a esos mensajes. Su marido no es inseguro, no se trata de eso, es que ella es una tentación demasiado fuerte, una isla de fuego rodeada por un lago de gasolina. Pero Lucía está cansada de todo, la relación ha llegado a una vía muerta, las pequeñas manías ya no compensan.


Lucía llega a la oficina caminando. Con el aire fresco de esa mañana de Abril ha logrado sacudirse un poco el eco de la discusión. Se reclina largamente en su asiento, estirándose como un gato, y al acometer todo el papeleo que se le amontona, descubre otra vez un sobre color crema sobre la mesa. Otro sobre color crema, como casi cada día desde hace un mes. Expira largamente por la nariz, sabe que hay algo en esa historia que traerá complicaciones. Pero sonríe. Cuatro semanas hace que viene recibiendo anónimos, cartas impresas, postales sin sello de paisajes increíbles y de imágenes sugerentes, fotografías eróticas en blanco y negro, contenidas, con clase, pero profundamente sensuales, y mensajes al móvil de un número que no conoce. Mensajes que al principio le incordiaban, después le sorprendían por la intensidad de sus palabras, y desde hace unos días, incluso llegan a excitarle. Y eso es algo que no le ha sucedido en mucho tiempo, porque su marido ya ha rebasado la frontera de lo excesivamente familiar, ya no le parece capaz de provocarle sorpresa, de reinventarse la convivencia.



Guarda el sobre bajo un montón de papeles, con el mismo gusanillo en el estómago del adolescente que esconde una chuleta bajo la mesa. Es un día extraño en la oficina, hay menos trabajo del habitual, y Lucía tiene demasiado tiempo para pensar. Se descubre a sí misma dándole más vueltas a esos mensajes anónimos que a la situación con su marido, estancada en la monotonía. Tal vez sean las ganas de vivir, de sentir, tal vez sea una burbuja llamando a su puerta, lista para esfumarse en cuanto abra, tal vez sólo una ilusión de treintañera desilusionada.