jueves, septiembre 08, 2005

EL DESCONOCIDO: FINAL


-Hotel Santo Mauro, buenas tardes...

Lucía ríe abiertamente, pero al instante recompone la postura y sabe lo que tiene que hacer. Se excusa y pregunta si tienen una reserva hecha a su nombre, sabiendo que se lo van a confirmar, sabiendo incluso que la habitación está pagada. Definitivamente, su Eros tiene muy buen gusto. Ha estado dejando un rastro, engañando al cazador, que se convertirá gustoso en la presa. Sabe que allí le conducirán las huellas, que allí la piel reclamará su momento.

Al llegar al hotel, Lucía piensa que eso es lo menos parecido a un hotel. Tiene algo de privado, de escondido, de residencia de aristócrata moderado. En recepción le entregan la tarjeta de su habitación, y se da cuenta de que esa noche es más que probable que no vaya a casa. Tal vez su marido lo interprete como la consecuencia de su acalorada discusión, no sería la primera vez que ella duerme fuera, pero hoy la excusa de la amiga no será verdad. Decide olvidarse otra vez por completo de eso y entregarse a esa nueva puerta que se le presenta, prometedora, inquietante, excitante. Lucía introduce la tarjeta y la abre. No hay nadie. Mira por la ventana, mira la habitación, se sienta en la cama, se tumba, mira al techo. Respira, expira, y por fin deja todos los miedos atrás. Se quita los zapatos y va al baño. Bajo el espejo hay una caja blanca, que como una niña observa y mide, la acaricia mientras la lleva a la cama, donde la coloca y tarda en abrirla. Una caja blanca con un lazo de gasa dorada. Y por supuesto, una nota: “Recoge tu cabello, ponte esto, deja entreabierta la puerta y espérame sentada en la cama. Eros.”

“Esto” es un gran antifaz ciego de seda negro, y una prenda de lencería que Lucía no descifra hasta extenderla del todo. Es un mono de encaje y seda, desde el cuello hasta los pies, dejando sólo la cabeza y las manos sin cubrir con su fina transparencia. Un bordado de flores negras nace del monte de venus y se abre en el pecho, ocultando la fila de corchetes que cierran el mono. Lucía se desnuda deprisa, se viste despacio, y bajo el tacto de la lencería se estremece. Permanece sentada al extremo de la cama, y aún bajo el tupido antifaz, cierra los ojos.

Al poco rato siente una presencia en la habitación, un segundo antes de escuchar cómo se cierra la puerta tras unos pasos. Algo que por su sonido parece de cierto peso y metálico es colocado sobre la cómoda. Lucía balbucea una pregunta entre nerviosos suspiros sonrientes, pero un dedo y un siseo sellan sus labios. Oye el chasquido de un mechero, y al instante el aroma del sándalo inunda la habitación. Otro chasquido mecánico, un botón, diría, y las notas de un piano se mezclan con el sándalo.

Lucía siente pegada a ella una respiración y no sabe qué hacer con las manos. Como en todo el juego de pistas que la trajo hasta aquí, cree que también ahora, frente a frente, ha de dejar la iniciativa al otro, a Eros. Sus manos encuentran guía en las de él, que las toman y elevan, atrayendo tras ellas el resto de los brazos, suavemente, hasta poner de pie a Lucía. Luego, desde los hombros esas manos masculinas bajan hasta su cintura, se aferran a ella y hacen que las frentes se toquen, los alientos se mezclen, los labios se encuentren, las lenguas se fundan. En este punto el ansia puede más que el protocolo. El beso es como una liberación y a la vez una cadena que les somete. El roce del encaje y la presión del cuerpo del hombre hace que los pezones de la mujer se ericen. Eros se separa, lentamente le da la vuelta a Lucía y la toma de las caderas, pegándose a ella. Entre los silencios del piano, en las pausas, como parte de la melodía, surge el sonido del roce de la lencería y el pantalón, susurrándose el deseo. Ella se aprieta contra él, las nalgas suben y bajan despacio, delatando al sexo de Eros, que lame como un gato la nuca de Lucía. Ella arquea su espalda y deja escapar el ensayo de un gemido hacia el techo. El hombre conduce y sostiene como en una pareja de danza a la mujer, hasta tenderla sobre la cama. Lucía hace un ademán de quitarse el antifaz, pero una mano firme y suave a la vez se lo impide. Ella sonríe y él le desdibuja la sonrisa con un beso. Al retirarse, los labios de Lucía son casi un círculo, por el que respira un deseo que se está quitando la piel de cordero y reclama su presa.

Eros parece masajear los hombros de Lucía, pero sólo prepara un juego más. Hunde su nariz en el cabello de la mujer, recogido en un moño alto, y aspira su aroma, como queriendo retener su esencia, y al sentirse olida como un animal, las caderas de Lucía se elevan, buscando al macho sin tapujos. Eros desgarra el encaje y la seda desde arriba, desde la nuca, poco a poco, y el sonido de la tela rasgándose está haciendo perder la cabeza a Lucía. Nunca antes un hombre le había hecho sentir así el deseo, regateándoselo, sugiriéndoselo, casi llevándole a suplicarlo. La trinchera en la tela se va abriendo espalda abajo y la lengua recorre la leve oquedad de la columna. Se detiene. A través de la lencería que aún las cubre amasa y palpa las nalgas de la mujer, las mordisquea, no muy fuerte, pero sin tibieza. Casi con violencia acaba de hacer jirones el mono, pasa un brazo por debajo del vientre de Lucía para elevar su pelvis hacia él, y con la otra mano parece querer arrancar la hermosa redondez de su perfecto culo, y como el león que derribó una gacela, se lanza a devorarla, hundiendo su rostro entre las piernas de la mujer, que se ofrece sin remilgos, torciéndose y agarrando el pelo de Eros para apretarle contra ella. La lengua quema entre los labios de su sexo. No hablan, no hay palabras, ni románticas ni procaces, no hacen falta.

Eros se separa, se levanta, coge a Lucía en brazos, liviana como un cachorro, jadeante como un perro, y la coloca de nuevo en la cama, esta vez de rodillas, con el torso erguido. Entre ambos retiran impacientes la seda y las flores de encaje, rotas y húmedas. Por si Lucía quisiera ahora romper el juego, Eros asegura el nudo del antifaz. Pero Lucía hace rato que está entregada en cuerpo y alma a su dueño. Nota que el peso de él desaparece de la cama y vuelve al cabo de un minuto para tomar su barbilla con una mano. Con el índice entreabre su boca, le besa, le marca y se retira, succiona y se retira, mientras la lengua femenina le sigue, pero el mismo índice la retiene fuera. La lengua queda en el aire, buscando, cuando una gota cae sobre ella. Lucía ríe y la saborea. Chocolate negro fundido. Otra gota, muchas más. Una densa cascada empapa sus pechos, su vientre, sus muslos, el anverso de sus rodillas. Como un viajero extraviado en el desierto que hubiese encontrado por fin un oasis, Eros se lanza sobre su cuerpo, devora sus pechos, que se agitan como un flan entre sus labios, bebe de su ombligo, mezcla la sal y el chocolate en los trémulos pétalos de su vagina. De nuevo tiende a la mujer sobre la cama, esta vez frente a frente, y la penetra sin miramientos, sin más rodeos, sin pretensiones de demostrar nada. El deseo acumulado en la carne de Lucía es más fuerte que todo lo demás, y al poco rato, por haber subido tan alto, el orgasmo que ha asomado varias veces la cabeza acaba por estallar, como una presa que al fin se desborda. Durante todo ese tiempo, en ese paréntesis del resto del mundo, la vista maniatada ha permitido que volaran libres el resto de los sentidos. Al final, el oído es el rey. La respiración, como dos fondistas extenuados, el roce de los brazos y las manos al abrazar, el cabello al caer sobre las clavículas de Lucía, al soltárselo, y cuando ya hace rato que el piano acabó, son toda la música que envuelve la escena.

Ahora es el momento de hablar. Pero Eros se adelanta. Se incorpora, y por el sonido de los zapatos o la hebilla del cinturón, se desprende que recoge su ropa, lo que extraña a Lucía, que ya no espera más para despojarse del antifaz. Es hora de contemplar el rostro de ese hombre que le ha hecho sentir como nunca antes. En ese momento el vértigo se apodera de su estómago, el silencio se aferra a su garganta, y le empaña los ojos.







-No, Lucía, no confío en ti. Toma todo esto como mi despedida.

Anochece, cuando su marido sale de la habitación y de su vida, sin dejar que Lucía articule palabra. Y así quedará en la cama, durante horas, sin poder articular palabra.





PERTENECIENTE A MI HERMOSO ALBATRO QUE YA ABRIÓ SUS ALAS PARA ENCONTRAR SU DESTINO Y ESCRIBIR SU TAN ANSIADA NOVELA, QUE SUEÑO CON ALGÚN DÍA TENERLA ENTRE MIS MANOS Y DEVORARLA.... TE ADORO SERGI!!!!!

http://blogs.ya.com/alasdealbatros/

3 Comments:

Blogger Cathy said...

LO ADORÉ DESDE EL PRIMER DÍA QUE LO LEÍ...

8:57 p. m., septiembre 08, 2005  
Blogger Meibi said...

Para que voy a mentir, me lo imaginaba, esperaba otro final, pero imposible....... debía ser así.


ahhhhhhhh, gracias Cathy.

10:24 a. m., septiembre 09, 2005  
Blogger Paup said...

wuooooooo
q wena!!!!



oiga, oiga, oiga... a q se debe eso de "marcas de sangre"? andamos transitando por the shadows? ah???


Y qué pasó con eso que puso en mi f.log?


Besitos remiles!!!

10:22 p. m., septiembre 09, 2005  

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